Pensé encarar el relato con humor y abundar en detalles de color sobre experiencias truncadas en gimnasios, centros de yoga y alguna escuela de salsa, pero al releer el título se me anudó la panza. Mi relación con el cuerpo es la mancha de café en el mantel blanco de la abuela. Conectar con él es uno de los ejes temáticos de mi vida, del cual no me río tanto.
Pasé muchos años editando mi cuerpo, para mí y para el afuera. Era tal la distorsión que me había creado que costó reencontrarme y, como cereza del postre, mi profesión es el diseñado gráfico, paso muchas horas frente a la computadora, en una posición que va evolucionando a lo largo del día hacia algo parecido a un Gollum sentado. Un tesoro.
Recuerdo un disparador de cambio, algo que me dijo mi maestro de ilustración: «parte del trabajo del artista, es ejercitarse». No fueron las palabras exactas, pero resonó muchísimo dentro de mí. Tal vez había encontrado un propósito menos frustrante que intentar desarrollar los maravillosos glúteos de Beyonce. Algo que vinculaba el poder creativo con el cuerpo, algo que me ponía en eje y me daba un motivo para seguir intentando.
Mi cuerpo es el contenedor, es el receptor y la antena, sin él, no hay transmisión. Para ese entonces nadaba, y la idea de que el ejercicio era una tortura que había que atravesar para estar bien se me hacía cada vez más incómoda. Cambiar la idea de molestia por placer, fue otra clave. Y empecé a disfrutar.
Me mudé, la natación quedó atrás y volví a hundirme en la espesura del sedentarismo, pero la magia que había comenzado a operar no me iba a dejar así nomás, y me regaló a una segunda hija para seguir aprendiendo. Aprender de mi cuerpo, de la capacidad de gestar vida una vez más, de renovarse y sanar. También de cambiar de tamaño, de estirarse hasta lo imposible, de volverse irreconocible y malhumorado. El cuerpo te habla y en una de nuestras charlas, le prometí que haría todo a mi alcance para volvernos a encontrar.
Entonces apareció la realidad a borrar el arcoiris y los unicornios: tenía dos hijas, un amor, un trabajo full-time y cinco actividades que me apasionan en simultáneo. No me entraba un alfiler. Empecé a correr en el momento que podía. Fui feliz. Seis meses después, las rodillas no soportaron tanto entusiasmo, caminé una semana sin poder doblarlas y decidí entonces desinstalar la app que me felicitaba por los 5 km diarios para no verla y llorar. Pese a todo, la magia seguía ahí: intentando hundir mis sueños maratonistas en una caja de ravioles, encontré en la pastelería un folleto que invitaba a clases de pilates ¡frente a mi edificio! La clave para lograr una rutina posible. No tenía mucha idea de qué era pilates, pero yo estaba lista para enfrentarme con un ejército de Hunos si era necesario. El resto se resume a dos años consecutivos invicta. Fui cambiando de lugar, pero siempre cerca de casa, manteniendo horarios flexibles para bajar la ansiedad si un día no puedo ir y conservar la promesa a mi cuerpo de seguir encontrándonos desde el placer.
Activarme físicamente me ayuda a regular un poco más mis cambios de humor, a poner algunas hormonas en su lugar y hacer proliferar otras, también a verme más real, a tener mis pequeños triunfos y procurar no editarme tanto. El cambio de rutina no solo tiene que ver con estar en movimiento, también estar presente en mi cuerpo, habitarlo. Para eso, antes de dormir me inventé un ritual: cierro los ojos, veo cada parte de mi cuerpo y le agradezco. Le agradezco por haber trabajado todo el día, por haber resistido todos esos años de inconsciencia adolescente, por haberse transformado en nido, por seguir bombeando sangre, nutriendo cada órgano, por regalarme sensaciones que emocionan, por inventar la piel de gallina, por ser un vehículo del amor.
Hoy estamos conectados, no siempre tenemos una convivencia perfecta, pero seguimos juntos.
Colaboradora: Victoria Regner. Diseñadora gráfica y directora de arte de www.miastral.com